LA FELICIDAD EN UNA BOTELLA
Nadie se hubiera esperado los hechos acaecidos
durante la noche del pasado día de los muertos, pero conociéndolo a él y su
modo tan lúgubremente romántico de ver las cosas, era algo que podía pasar. Lo cierto
es que los más cercanos llegamos a comprenderle, ya que el dolor y la soledad
velaban sus noches a los pies de su cama, casi como un centinela hecho de
hambre y frio, casi como un diablo de la guarda.
El singular personaje, a quien en su memoria
escribo estas humildes líneas, es ni más ni menos que el viejo médico del
pueblo. Un hombre de esos con los que es casi imposible no trabar amistad. Un hombre
hecho mitad y mitad de ciencia y sueños.
Había enviudado hacía un par de años, durante
una epidemia, la vida de su esposa se había apagado entre la tos y la fiebre, yéndose
de una manera triste y hermosa, casi como una flor que se marchita al ritmo de
la tuberculosis, sin importar con cuantos mimos se la trate para no dejarla
morir.
En sus últimos días, el vacío de la ausencia
le dejaba caer los golpes con todo el peso, maltratando carne y alma, dejándose
sentir cuán grande era su tristeza. Era como si la suma de todos los años se le
hubieran venido encima de un modo salvaje, y así, aplastado por una tonelada de
sueños rotos, se dirigió hasta su estante para alcanzar con manos trémulas, una
botella que decía “felicidad” en su etiqueta. Bebió un sorbito, sólo uno para
calmar los nervios, como solía decir cuando bebíamos whisky algunas tardes
mientras jugábamos a las cartas; sólo uno y la pequeña botella volvió a su
sitio.
Puso un poco de música en su viejo tocadiscos,
un disco con valses gastados de tanto imaginarse bailándolos. Un disco tan
gastado como él mismo. Una música que sonaba mágica, como un puente entre él y
lo inalcanzable. Fue entonces que tomó papel y pluma, dejando un testimonio en breves
letras de su última receta. Medio frasco de felicidad embotellada.
Le subió el volumen a la música, y abrazado a
un vestido de su difunta esposa, se bebió la felicidad de la botella. Cuando lo
encontramos, estaba en medio de su salón, tirado junto al vestido, y en su cara
se reflejaba la satisfacción de un reencuentro, mientras que en su acta de
defunción se leía como causa de su deceso, intoxicación por láudano.
Hoy, pasadas unas semanas ya de esto, hay
quienes dicen que han visto una pareja bailando por las noches, al ritmo de un
vals que suena en un mundo ajeno, con una alegría que hace burla de los
fantasmas ordinarios.
Dicen que quienes mueren de amor, no se van al
cielo. Permítanme dudar de esto.