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martes, 27 de septiembre de 2016

SIN NADA

SIN NADA




Mi ojo es peregrino en tu vientre arquitecto de una fantasía
Mía, personal, compartida a ratos por nosotros y nuestros personajes.
Somos dos lectores de cuerpos leyendo en simultáneo,
Creyentes del milagro que llena nuestras manos vacías.

Hazme el favor de no vestirte, ni ahora, ni nunca, ni en mi cabeza,
Baila, corre, levántate y anda así sin nada, que así me gusta.
Ven. Sé mi mujer y mi amante y mi amiga perversa 
Que entre tú y todas ellas, tendremos una noche perfecta.

Tu respiración nace en mi oreja y muere en la almohada
En un sepelio relajante y hermoso, íntimo de mordidas en el cuello.
Me convierto en un delicioso dolor entre tus piernas,
Y me reduzco al susurro en el pelo de una fiera recién domada. 

Quédate así como me gustas.
Cansada. Rendida.
Quédate así como me gustas.
Dormida. Cansada.
Quédate así como me gustas.
Húmeda. Sin ropa.
Quédate así como me gustas.
Sin ropa. Sin nada.





jueves, 22 de septiembre de 2016

LITERALMENTE

LITERALMENTE




Quiero, del tiempo presente nocturno
Hacerte, del verbo pervertido
Cosas textuales.

Narrarte fábulas misteriosas
Y de modo imperativo
Darte versos por el cuello.




miércoles, 21 de septiembre de 2016

UNA ROMÁNTICA AUTOPSIA

UNA ROMÁNTICA AUTOPSIA



 Su pelo fino, suave y negro como el betún y la noche, era largo hasta un poco más abajo de los hombros. Su figura, delgada y no muy alta, descansaba ahora sobre la mesa de acero del servicio médico legal, inmersa en el letargo último y mágico de su luminosa existencia humana.

 Eran ya las primeras horas de la madrugada, y me aprestaba a sacar el arsenal quirúrgico del cajón a un lado de la mesa. Es entonces cuando en su pálido rostro, aparece un leve asomo de dulzura; un guiño travieso de sus ojos fijos en la nada inmensa, y una sonrisa tenue (nada decorosa), se dibuja en un rosa blanquecino, producto del rigor mortis. De alguna manera sobrenatural, ella sabía que mi atención estaba puesta en su cuerpo, y parecía disfrutarlo, del mismo modo en que lo hacía hasta hace un par de años atrás. Era el último coqueteo que podía hacerme.

 No era la primera vez que cosas como estas ocurrían; en algunas ocasiones, otros cadáveres también presentaban conductas algo extrañas, nunca desagradables del todo, aunque a veces eran algo desafiantes.

 Pude diferenciar una gran variedad de expresiones, típicas de edades, de sus vidas, y aunque esto no era un secreto entre mis colegas, rara vez tocábamos el tema. Todo siempre ocurría de noche, como si las estrellas cantaran alguna canción desconocida que los hiciera reaccionar por un momento y la luz de la sala resaltaba sus gestos.

 Le tomé las huellas, poniendo tinta con suma delicadeza en sus dedos para luego estamparlos en unas hojas tan blancas como su descolorido cuerpo. El flash de mi cámara va haciendo un testimonio gráfico de un momento tan artístico como terrible, y mientras, sentado a su costado izquierdo, voy anotando los detalles. No puedo dejar de verla sonreír mientras sus pupilas tratan de alcanzarme. Le sonreí de vuelta y me acerqué.

¿Te acuerdas de mí, de nosotros…?le pregunto mientras desabrocho su blusa. Ella sólo hace un fino movimiento de arriba hacia abajo con su vista. Su leve sonrisa tomó un matiz de arrogancia.Parece que si.Le digo casi en tono de reproche.

 Ella se había ido con otro justo el día que nos íbamos a casar. Mi rencor se había esfumado junto con el amor que un día hubo, aunque no sabría decir cuál de ellos desapareció primero.

 Prosigo con su pantalón. Ella no pierde detalle y el lívido matiz de su rostro pareciera adquirir un tono rojizo débil. Sus ojos me buscan, intentando hallarme entre la nada y el aire. Desabrocho el botón, abro el cierre y tiro hacia abajo. Su vista ahora me elude casi avergonzada.

 Sólo tenía puesta su ropa interior. Un conjunto verde con negro que resaltaba en el blanco de su figura mientras encendía mis recuerdos de hace tiempo, esos que estaban tan muertos como ella.

 Le acomodé el pelo sobre los hombros y disparé sin piedad la cámara sobre su cuerpo otra vez. Se veía hermosa. Tan vulnerable y fría como en vida.

 Mi dedo índice conecta suavemente mi mano derecha con el nacimiento de su pecho, deslizándose suave hasta dibujar círculos alrededor de su ombligo. Un leve temblor de su desvaído cuerpo me hace mirarla a los ojos. Percibí una sonrisa picante, casi indecente y le sonreí de vuelta meneando mi cabeza mientras una jeringa entraba lenta y firme en su brazo izquierdo en busca de una muestra de sangre.

 Terminé de desvestirla sin mucho arte, admirándola como quien aprecia la belleza de una flor marchita. Como quien se fascina con el esplendor de una ruina.

 Ella, sin vida, desnuda y vulnerable como nunca antes, pone en su cara un gesto de hastío mientras examino toda la extensión de su cuerpo en busca de moretones. Hago de ella lo que quiero y ella se sabe reducida a ser una más de tantas con las que he hecho lo mismo.

 Su vista trata de eludirme mientras tomo las últimas fotos, ya sin ningún pudor ni respeto. Por una vez en mi vida la traté como lo hizo conmigo.

Te apuesto  que nunca pensaste que ibas a pasar por esto, creíste que jamás me ibas a volver a versonrío un poco mientras recuerdo como me hacía promesa tras promesa, que si la casa y los niños, que había que poner una reja blanca por el perro. Hasta me hizo pensar en un nombre para el niño horas antes de irse con otro. Ella nunca supo querer a nadie y era gracioso que ahora me hiciera gracia.

 Vuelvo a acomodarle el pelo, siempre lo hacía. El brillo de sus ojos me busca y sus labios se mueven un poco, como si quisiera decir algo.

 Hago el primer corte en su pecho, empezando desde su hombro mientras ella observa entre nerviosa y divertida. Sus labios tiritan al compás de la luz de los tubos fluorescentes. El bisturí se desliza suave y su movimiento es sustituto de la última caricia que quizá le debía. Me detengo en su hueso púbico y un segundo corte completa la incisión en forma de “Y”. Ella sólo me mira fijo y sus labios hacen el empeño de curvarse en una sonrisa. Una extraña sonrisa.

 Abro la piel con ayuda de un costótomo y examino sus órganos. Ella no deja de mirar. Me dispongo a tomar nota de cualquier anormalidad y es entonces cuando veo un detalle, ese detalle que encajaba perfecto para cerrar todo el asunto. Encendí la grabadora.

La paciente presenta cardiostenosis, un caso claro a simple vista. Me dispongo a retirar su corazón para estudio.

  Su expresión había cambiado a una mueca de burla y desdén. Ni siquiera después de muerta había mejorado su conducta; desde siempre vagaba entre lo tierno y la burla malintencionada.


 Después de esto, no me extrañaba que no supiera querer. Su corazón era anormalmente pequeño.










sábado, 10 de septiembre de 2016

CADÁVER EXQUISITO

CADÁVER EXQUISITO


Nota:
 Cadáver exquisito es un juego de palabras, por medio del cual, se crean maneras de sacar de una imagen muchas más. El resultado es conocido como un cadáver exquisito (cadavre exquis en francés). Es una técnica usada por los surrealistas en 1925, y se basa en un viejo juego de mesa llamado "consecuencias" en el cual los jugadores escribían por turno en una hoja de papel, la doblaban para cubrir parte de la escritura, y después la pasaban al siguiente jugador para otra colaboración.

 Se juega entre un grupo de personas que escriben o dibujan una composición en secuencia. Cada persona sólo puede ver el final de lo que escribió el jugador anterior. El nombre se deriva de una frase que surgió cuando fue jugado por primera vez en francés: « Le cadavre - exquis - boira - le vin - nouveau » (El cadáver exquisito beberá el vino nuevo
).

CADÁVER EXQUISITO

 La casualidad me hizo encontrarla por la calle, justo en el momento en que había olvidado que quise olvidarla. Verla otra vez, fue casi como leer un poema borrado casi por completo.

 Le invité un café y unos besos. El café con un muffin de nuez, en un boulevard que no importa, y los besos largos en mi casa, sólo para verla desordenar, vanidosa y presumida, su pelo entre los viejos libros de páginas amarillentas y aroma a vainilla que estaban entre nosotros.

 Pasábamos otra tarde juntos, alrededor de un par de copas de tinto, igual que cuando éramos estudiantes de letras y nos citábamos para jugar al “cadáver exquisito” durante un rato, y así, rimando poesía de vanguardia, nos íbamos sanando de los viejos amores y las viejas heridas antes que nos infectaran el futuro.

 Habiendo terminado tres juegos completos, mi aliento estallaba en su pelo. Su aroma se mezclaba con el de la tinta vieja de los añosos textos de mi escritorio. Mis libros se iban al piso, cayendo al delicioso ritmo de sus piernas. Quise ofrecerle mis sábanas y la noche entera para descansar.

 Una frase suya deformó el silencio entre nosotros. Una frase con la duración exacta de la última cena del condenado a muerte.

—Soy casada.

 Claro, como si decirme a la cara que redujo al tamaño de una aventura lo que sentía por ella, fuera la solución a los males del mundo.

 Culpa mía. Ella siempre armaba sus amores ideales con los pedazos que arrancaba de aquí y allá, no diferenciaba el amor de un rompecabezas.

 Ella, para mí, se había muerto justo en ese momento. Llegué a odiarla, es cierto, pero ese sentimiento de amor-odio —y todo lo que hay en medio de ambos—, me hizo querer, por cortesía, prepararle un café. No lo aceptó. Sólo quiso que le sirviera una copa de vino. Descorché la mejor botella que tenía.

 Brindamos, ella a mi salud y silencio. Yo brindé a la salud de aquella mujer muerta y sonriente que tenía en frente. Esa que siempre tuvo el amor desordenado.


 Con mi copa en alto hacia ella, no pude evitar sonreír; después de todo… el cadáver exquisito beberá el vino nuevo.





CINCO MINUTOS



CINCO MINUTOS

Resultado de imagen para madre e hijo recien nacido


 Lentamente avanzaba, moviéndose casi como humo entre las sillas opacas y la poca gente que se encontraba trabajando a esa hora en el lugar. Con pasos descalzos y firmes que iban haciendo un eco helado por la blanca cerámica del piso, un “cloc-cloc” seguido de otro, iba la muerte paseando por los pasillos del hospital rumbo al pabellón de recién nacidos, al ritmo de unas pisadas dueñas del sonido típico de un chocar de huesos, atendiendo a su tarea luctuosa con cruel eficiencia y sin distinción alguna.

 Es entonces cuando llega hasta el blanco dintel del pabellón, donde una joven madre se encuentra en labor de parto. Afuera de la sala, el nerviosismo del ir y venir de enfermeras preocupadas, le anticipaba que esta no sería una de las veces en las que se iría con sus huesudas manos vacías. Y entonces, envuelto en su harapienta mortaja negra, se queda parado en un rincón mientras que  va dibujando (si es que se puede llamar así a esa mueca) algo similar a una sonrisa en la blanca calavera que se mueve suavemente sobre sus hombros.

 El breve llanto de aquel bebé recién nacido da la señal de la partida. Una madre empieza a llorar al tiempo que el doctor llama con un grito al padre de la criatura. El esqueleto entra con su cascabeleo óseo, y paso a paso se acerca a la cama. Sin apuro. Sin demora. 

 Unos ojos llorosos color café claro, derraman sobre el bebé la más hermosa alegría triste mientras sus brazos forman una cuna por última vez. La muerte casi podría jurar, por cada uno de sus gastados huesos, que aquella mujer adivinó su presencia en aquel lugar.

Dame cinco minutos… sólo cinco minutos más… por favor…

 La muerte asintió con la cabeza de un modo suave, paternal y triste. Sólo eran cinco minutos, cinco y nada más.

 Un hombre entra al pabellón y la abraza. La besa a ella y al bebé durante cinco minutos exactos.

 Fue entonces que el ciclo de la vida se ajustó a su horario natural, mientras que, por debajo del raído sudario, una mano blanca y desafortunada, se alarga hasta la cama y coge lo que es suyo.


 Esa noche, la muerte salía del pabellón, con pasos suaves y una joven madre bajo su abrigo, mientras un doctor y dos enfermeras intentaban lo imposible por lograr lo contrario. 





jueves, 1 de septiembre de 2016

TÚ Y EL ESPACIO



TÚ Y EL ESPACIO


Dime si para ti el tiempo existe o no existe el tiempo,
Si el espacio es infinito o si el espacio entre espacios.
Dime si mi velocidad no basta para recorrerlo,    
O si las estrellas irradian poemas en binario.

Dime si este universo se toca con otro o no se toca,
Si acaso es el límite el vacío o el vacío te incomoda.
Dime si mirar mis ojos entre estrellas es tu placer furtivo,
O un festín de malos recuerdos que tu risa borra.

Dime si para ti mis manos existen o no existen mis manos,
O si viajas orbitando la paradoja de la gloria y el asco.
Dime el universo alterno donde juntos exploramos,   
O si en el próximo despegue exploro lo que quiero: tú y el espacio.







miércoles, 31 de agosto de 2016

PARA CONVENCERTE


PARA CONVENCERTE

Y ajusto mi noche al tamaño de tu noche,
Mientras colgamos estrellas en el cielo raso.
Te invito a romper las reglas y jugar despacio
Si te vuelves fuego, brasa y desorden.

Suelta tus viejos miedos y toma mi mano,
Deja tu vestido a un lado y arrópate con mi vista,
Relájate que estás más que lista
Y salta conmigo a la velocidad de tu salto.

Dime si para hacerte sentir segura
¿Acaso estas pobres líneas bastan?
Quizá ni el mejor poema alcanza
Para hacerme un puente a tu cintura.







MARIPOSAS FANTASMAS





MARIPOSAS FANTASMAS


Mariposas fantasmas

Vuelan en los estómagos

De aquellos que han muerto de amor.










jueves, 25 de agosto de 2016

LETRA Y SOMBRA

LETRA Y SOMBRA





Soy un narrador desechable, un verso que cruza la urbe violenta,
El susurro de cien brujas que van cortando el aire
Volando malditas en harapos envueltas.


Soy un animal temblando de frío, que se divierte cazando tormentas,
Una bestia que el viento no derrota ni lastima,
Como una palabra salvaje dicha en lengua muerta.


Soy el desencanto vivo que canta en prosa todos sus desengaños,
Y que, con la mano pesada y lúgubre
Escribe con humo los reales y los imaginarios.


Soy el alumno aventajado de la medianoche, el poeta desgraciado,
Un cadáver que aún vive aunque lo niegue,
Una canción de tumba con un coro de gusanos.


Soy aquel al que le corre rabia y tinta por las venas,
Un actor con la mirada infinita y medio nublada,
Que busca ser humano igual que un alma en pena.


Soy ese que vagando en las estrellas, perdió el rumbo y su buena suerte,
Soy lo que soy y a veces lo que dicen…
Soy letra y sombra, de aquí hasta mi muerte.


Y veo todo oscuro porque oscuros son mis ojos.








lunes, 30 de mayo de 2016

LA FELICIDAD EN UNA BOTELLA


LA FELICIDAD EN UNA BOTELLA   



          
 Nadie se hubiera esperado los hechos acaecidos durante la noche del pasado día de los muertos, pero conociéndolo a él y su modo tan lúgubremente romántico de ver las cosas, era algo que podía pasar. Lo cierto es que los más cercanos llegamos a comprenderle, ya que el dolor y la soledad velaban sus noches a los pies de su cama, casi como un centinela hecho de hambre y frio, casi como un diablo de la guarda.

 El singular personaje, a quien en su memoria escribo estas humildes líneas, es ni más ni menos que el viejo médico del pueblo. Un hombre de esos con los que es casi imposible no trabar amistad. Un hombre hecho mitad y mitad de ciencia y sueños.

 Había enviudado hacía un par de años, durante una epidemia, la vida de su esposa se había apagado entre la tos y la fiebre, yéndose de una manera triste y hermosa, casi como una flor que se marchita al ritmo de la tuberculosis, sin importar con cuantos mimos se la trate para no dejarla morir.

 En sus últimos días, el vacío de la ausencia le dejaba caer los golpes con todo el peso, maltratando carne y alma, dejándose sentir cuán grande era su tristeza. Era como si la suma de todos los años se le hubieran venido encima de un modo salvaje, y así, aplastado por una tonelada de sueños rotos, se dirigió hasta su estante para alcanzar con manos trémulas, una botella que decía “felicidad” en su etiqueta. Bebió un sorbito, sólo uno para calmar los nervios, como solía decir cuando bebíamos whisky algunas tardes mientras jugábamos a las cartas; sólo uno y la pequeña botella volvió a su sitio.

 Puso un poco de música en su viejo tocadiscos, un disco con valses gastados de tanto imaginarse bailándolos. Un disco tan gastado como él mismo. Una música que sonaba mágica, como un puente entre él y lo inalcanzable. Fue entonces que tomó papel y pluma, dejando un testimonio en breves letras de su última receta. Medio frasco de felicidad embotellada.

 Le subió el volumen a la música, y abrazado a un vestido de su difunta esposa, se bebió la felicidad de la botella. Cuando lo encontramos, estaba en medio de su salón, tirado junto al vestido, y en su cara se reflejaba la satisfacción de un reencuentro, mientras que en su acta de defunción se leía como causa de su deceso, intoxicación por láudano.

 Hoy, pasadas unas semanas ya de esto, hay quienes dicen que han visto una pareja bailando por las noches, al ritmo de un vals que suena en un mundo ajeno, con una alegría que hace burla de los fantasmas ordinarios.


 Dicen que quienes mueren de amor, no se van al cielo. Permítanme dudar de esto.





viernes, 22 de abril de 2016

CORROSIVO


CORROSIVO





El agua oxida el metal.
El hombre oxida el agua.
Y el amor oxida
Al hombre corrosivo.







martes, 12 de abril de 2016

TINTA




TINTA


 Hasta hace unos días, mi vida era la de siempre, aburrida, ordinaria y sumida en la rutina de mis quehaceres como médico. Todos los días eran iguales; fluyendo uno tras otro al ritmo de una apatía atroz, hasta que la monotonía se vio quebrada cuando recibí el llamado de un amigo de años, y él, en su llamada, me pedía un poco de mi tiempo para consultar algunas cosas sobre su estado de salud.

 Sonaba algo nervioso y angustiado mientras trataba de conectar palabras casi al azar para describirme la sensación que lo invadía en ese momento. Según me contó en esos breves minutos a través del teléfono, se sentía algo extraño, eufórico, brillante, como si estuviera lleno de un fuego millones de veces más grande que el sol.

 Me comentaba además de una rara condición en sus manos, las que, de la nada y sin aviso (o síntomas de alguna enfermedad) se tornaron negras; habían adquirido una consistencia pegajosa a la vez que manaban un olor penetrante a corta distancia. Era como si su sangre se hubiera vuelto oscura de pronto, y aunque no manifestaba dolor ni malestar alguno, aquel hecho no dejaba de llamarle poderosamente la atención.

 Lo preocupante del caso era la profesión de mi amigo; en esta, sus manos desempeñaban un papel de vital importancia. Él se dedicaba a la pedagogía en literatura, encontrándose además en un punto de su carrera donde era reconocido como un escritor de creciente renombre. A pesar de su singular condición, esta no representaba impedimento alguno en sus tareas, es más, según me señaló en un llamado posterior, luego del ennegrecimiento, experimentó una especie de arrebato de inspiración inventiva, sintiéndose como si pudiera por momentos, tocar con sus oscuros dedos la esencia misma de la creatividad humana.

 Para su mala fortuna, mis deberes no me permitían partir cuando quisiese; debía cumplir con mis obligaciones hasta que pudiera hallar alguien que me reemplazara en estas, y cuando pude hacerlo, habían pasado ya cuatro días. Un viaje de medio día (en un tren tan incómodo como el viaje mismo), me lleva a la ciudad donde tenía su residencia, distante un par de cientos de kilómetros de mi modesta casa, que también uso como consulta privada.

 Una tarde fría y nublada me da la bienvenida, y tal como había imaginado, la demora de mi llegada había consumido tiempo valioso, aunque, para ser sincero, no creo haber podido ser de mucha utilidad, ya que, durante los días que estuve allí, no fui capaz de identificar aquella rara enfermedad que terminó con un desenlace tan extraño, por decirlo de algún modo.

 Cuando llegué hasta su casa, toqué la puerta con una manilla de bronce que estaba apernada en la gruesa madera, y luego de tres golpes, un rechinar de bisagras me anuncia su lenta apertura. Era mi amigo quien me recibía, con una sonrisa casi sobrenatural y la vista perdida en el vacío que reina más allá de la nada. Fui a estrechar su mano como dicta la costumbre entre caballeros; extendí mi mano al tiempo que él ocultaba la suya. Recién ahí fue cuando pude ver con mis propios ojos, como aquel color se iba apoderando incesantemente de sus manos.

 Se disculpó conmigo por su falta de cortesía, sin embargo, no me incomodó en absoluto. Me invitó a pasar a un amplio salón y mientras me disponía a tomar asiento, él se pone unos guantes de cuero color marrón y acerca una botella de whisky junto con dos vasos.

 Empezó a contarme todo nuevamente, básicamente lo mismo que me dijo días atrás en su llamada telefónica. El fenómeno era el mismo, salvo por un detalle que se había manifestado dos días antes. Desde sus manos, aquel color había empezado a gotear levemente en forma de un líquido espeso y oscuro similar a la tinta, y de no ser esto algo imposible de ver en los seres humanos, en mi calidad de médico, teniendo además los conocimientos técnicos de la composición de esta, habría jurado que esa era la sustancia que brotaba de sus manos.

 Le pasé entonces una libreta de hojas blancas que siempre traigo, y le pedí que me demostrara lo señalado; tal fue mi asombro al ver que mi amigo, sólo con el índice de su mano derecha, y excelente caligrafía, trazar su firma sobre la hoja, pudiendo además controlar con precisión el grosor del trazo, tal como si de una pluma se tratase.

 No lo hubiera creído sin verlo, menos aun de sólo haberlo escuchado, sobre todo porque había un libro escrito por él en esos dos últimos días, libro que (con trazos impecables) fue plasmado letra por letra, sin usar otra pluma y tintero más que las brindadas por sus dedos. 

 Lo leí, y quisiera nunca haberlo hecho. Bastó verlo una sola vez para saturar mi mente con visiones de lugares extraños, llenos de edificios gigantescos e invadidos de musgo, calles de superficies rugosas y ríos de un agua tan negra y espesa como la tinta que, como una tortura silenciosa teñía sus manos mientras reclamaba más superficie de su cuerpo.

 Él nunca presentó dolor, sin embargo, al cabo de mi tercer día de permanencia en su casa, empezó a manifestar un grado alarmante de paranoia. Le aconsejé desde su primera llamada que viera a un dermatólogo u otro especialista; pero luego de haber pasado ese breve tiempo observándolo, mi opinión había cambiado. Supe, luego de leer aquel horrible manuscrito, que la medicina convencional no podría salvarle, ni en cien años, o por lo menos, no podría salvarse por los medios conocidos por los humanos.

 Un párrafo de aquel libro, me llamó (demasiado, a mi pesar) la atención de un modo similar al sentimiento que despierta una partida de póker a un jugador sin remedio; en este párrafo se hacía mención a alguien (si pudiéramos llamar así a eso) que podía responder todas las preguntas, por más difíciles y extrañas que fueran. El párrafo hablaba sobre una criatura que, cito: “habla mil lenguas al mismo tiempo” y que “habita a los pies de aquel que sueña por siempre y sin morir jamás”.

 En mi calidad de hombre de ciencia, sé que no puedo dar crédito a los escritos de un hombre con síntomas de un desorden mental severo, por más sobrenatural que sea su inspiración u origen de sus textos; hacer eso sería sepultar mi credibilidad en el fango de la burla, mas no podía hacer otra cosa, ya que, también los sucesos observados por mi persona se escapaban a toda lógica, no pudiendo ser clasificados de modo alguno dentro los parámetros de la razón humana.

 Fue en mi quinto día de permanencia en aquella casa, cuando lo imposible se hizo presente de un modo casi mágico, como aquel hecho que sirve de preludio a la tragedia. Aquellas manos habían empezado un gotear mucho más espeso y oscuro, tomando además una consistencia semejante a la sangre coagulada. Su forma recordaba vagamente a la de una extremidad humana, adivinándose lo que era por el sólo hecho de estar al final de su brazo. Ya no se sentía como en los primero días; aquel frenesí creativo se había marchado, dando lugar a una angustia, sólo merecedora de aquel que estaba por tocar los límites del conocimiento humano.

 La cordura de mi amigo ya no habitaba las tierras del hombre; su mente danzaba bajo otro sol y otra luna, al ritmo de un son de flauta tocado por algún dios maligno. Hablaba en su delirio, sobre aquella ciudad que también pude ver en mis pesadillas luego de leer su libro; una urbe megalítica mucho más antigua que la primera vida formada en el planeta.

 A pesar de su condición, en esos días, él había logrado (no sé cómo o con qué ayuda), escribir otro volumen más, una continuación igual de desagradable a la hora de la lectura, y la cual, del mismo modo que la anterior, lo atrapaba a uno apelando a una narración obscenamente fantástica.

 El lento goteo desde sus dedos había cambiado su ritmo a uno más acelerado. Tomé un rollo de gasa e intenté vendar sus manos, haciendo un vano esfuerzo por detener aquel líquido que comenzaba a convertirse en pequeños chorros. Fue imposible. Se filtraba a través de las fibras tiñendo de negro el suelo al caer. Mi viejo amigo, al ver como ante su situación no podía hacer nada, cayó en un colapso nervioso, manifestado en una risa mórbida y sin descanso. Le administré una dosis de morfina, la cual, por fortuna, dio los resultados esperados.

 Durante el sexto día, la razón volvió a habitar su mente. Estaba resignado a lo inevitable, ya que durante la noche, aquella oscura viscosidad que convirtió sus manos en presa, había avanzado trepando desde sus brazos para llegar hasta su pecho, marcando cada vena en su camino y dejando una mancha negra allí donde tenía el corazón.

 Sin articular palabra alguna, me entregó ambos volúmenes escritos con la tinta de sus dedos, para luego encerrarse en su habitación.

 Pasadas unas dos horas, me pidió que llamara a su abogado y a uno de sus empleados de confianza; esto era para redactar su última voluntad, en la que me dejaba a mí como heredero de la gran parte de sus cosas, de las cuales debía hacérseme entrega pasara lo que pasara con su persona. Luego de esto, el empleado regresó con una multitud de frascos de vidrio, empaquetados en varias cajas de madera.

 Él, sin atender razones, se encerró en su habitación y desde allí, detrás de la puerta, me dio las gracias por haberme dado el tiempo de estar con él esos breves días. Me pidió que, de poder hacerlo, conservara aquellos libros, pero sin mostrarlos a nadie jamás.

 De no ser porque guardo en una repisa las pruebas que dan testimonio de estos sucesos, sería fácil hasta para el menos formal de los hombres, el tomarme por un loco, o en el mejor de los casos, por alguien extravagante, en el mal sentido de la palabra. Incluso yo mismo dudaría de lo vivido si no tuviera los libros o los frascos, ya que, al amanecer del séptimo día, cuando entré a aquel cuarto, no encontré a nadie.

 La cama estaba vacía, el piso manchado con gotas negras, los libros sobre un escritorio, y habían cientos de frascos llenos de tinta.

 Hoy vivo en aquella casa, y con el contenido de los frascos, he escrito otros dos tomos más de un contenido tan horrible que no me atrevo a mencionar.


 







miércoles, 6 de abril de 2016

UNA SIESTA POR LA TARDE



UNA SIESTA POR LA TARDE





 Dormía plácidamente su merecida siesta, reposando el hastío de un día inmenso y lleno de cosas aun sin hacer. A lo lejos, el ruido del niño de la casa anunciaba el desorden de juegos y carreras propias de sus dos años y medio.

 Eso no le importaba en lo absoluto; la prioridad era el descanso por sobre todo, y bajo ese último razonamiento fue hundiéndose en su almohada bajo el peso de sus párpados. Era una noche en miniatura, para dormirla y soñarla en mitad de la tarde.

 Entonces comenzó el viaje. Un viaje de los que nos llevan a lugares arrancados de fantasías lejanas, esas tierras donde lo onírico se llena de vida y lo absurdo cobra sentido.  Aquel reposo sublime fue a dejarlo allí, dentro de un sueño en el que era amo y señor de un castillo inmenso que colgaba al revés en el cielo.

 En ese castillo era rey y reinaba el mundo, todos los mundos, los de arriba y abajo, los de dentro y fuera. Era el supremo gobernante de tierras infinitas y mares misteriosos; un gran señor que tenía una leona ilustre por esposa.

 Un rayo de sol se colaba por la ventana, y mientras le molestaba en los ojos con la insistencia de un mosquito, lo iba sacando de su palacio, quitándole de a uno todos los reinos del mundo.

 No importaba. Apenas habían pasado diez minutos desde el inicio de su descanso. Entonces un bostezo largo lo trasladó a un teatro, y allí, viéndose bohemio y libertino, recordó un amor pasajero al ritmo de un jazz eterno que salía desde una trompeta lastimada.

 Fue cuando la vio acercándose hacia él, y juntos, montados en el sopor del vino, fueron a recorrer el mundo sobre la ciudad mientras perseguían la luna, hipnotizados, como quien busca el espejismo más grande del mundo.

 En este sueño durmió sin descanso; ambos corrían para besarse uno al otro, implacables y siempre al ritmo de una canción distante, que sólo podía oírse a medio camino del cielo y el suelo.

 Un ruido lo despierta. Ya no importa y abre un ojo satisfecho observando al pequeño, que a cada paso va descubriendo nuevos mundos repletos de colores y aventuras. Todo estaba en orden, y sin perder de vista al niño, casi sin notarlo fue a caer de golpe en una selva, y allí, convertido en el cazador más formidable, iba en busca de la presa de mayor peligrosidad.

 Su tercer sueño lo convirtió en un tigre, que rondaba furtivo entre la luna y los árboles de la India colonial. Buscaba al hombre blanco para devorarlo en castigo por matar a los suyos.

 Y mientras iba en un trote ligero, la espesura de la selva le iba regalando fragancias frutales y cantos de aves. Aunque fuera en sueños, esa vez pudo rugir, y su majestuosidad cruzó aquellas tierras llamando la atención del hombre blanco y sus armas.

 La sensación de una mano lo sobresalta, y con la infamia del ataque por la espalda, le llena el alma de burla y muerte.

 Su reino de los sueños se derrumbaba. Sus ojos se abren al tiempo que oye una voz:

—Hijo, no le tires la cola al gato.