Flotaba en el vacío,
brillando majestuosa, plateada, parpadeando en algunos puntos con sus balizas
de rojo y verde mientras seguía su lento y arrogante avance hacia los bordes externos
de los dominios del homo sapiens. Todo en pos de la búsqueda de nuevos recursos
minerales, para saciar el hambre humana y continua de materiales con los cuales hacer y
deshacer copias burdas de la creación, parodias del edén, utopías de acero y
plástico.
La humanidad había
avanzado tanto y retrocedido aun más, hasta un punto en que se consideraba
antinatural no tener el afán expansionista propio de una enfermedad. Llegado a
este estado, el hombre no era más que otra plaga bíblica; se había reducido,
sin duda, a ser la peor de todas. No podía esperarse el respeto, ni por ellos
mismos o por el universo. Todo lo que antes había sido sagrado, se pasaba ahora
por alto mientras se buscaba completar una causa más ambiciosa: la expansión.
Un comportamiento comparable al de bacterias en una probeta, siempre fieles a
su naturaleza humana, demasiado humana.
Aquella colmena terrestre se hallaba en curso
hacia Titán, en búsqueda de su preciado tesoro; un océano de metano líquido,
con miles de metros cúbicos escondidos bajo una imponente coraza de hielos, más
antiguos que cualquier dios imaginado por el hombre. Esto les permitiría
generar la energía suficiente para alcanzar Plutón antes que Los Jovianos (la
colonia que se encontraba orbitando las lunas de Júpiter), y aunque la
magnetósfera de Saturno los había provisto de la energía necesaria para sus
expediciones durante ciento cinco años sin problemas, al ritmo actual habría
que esperar otro siglo. No podían darse ese lujo.
Mijail era un especialista de misión; esta era
una ocupación de relativo status dentro de la “Ledokol”, una gigantesca nave
industrial perteneciente a la federación rusa, propiedad de accionistas mineros
en su mayoría, que veían los hielos eternos de las tierras entre las estrellas
como una nueva Siberia, o como la llamaban ellos, “La tundra prometida”.
La “Ledokol” era una
nave rompehielos, donde a bordo la mayoría de su tripulación eran mineros de
ese material, cosmonautas dedicados a la obtención de agua proveniente de los imponentes
bloques de hielo (usados para consumo y generación de hidrógeno), que giraban
en los anillos de Saturno. Además existían exogeólogos, especialistas y técnicos de
misión, quienes eran los encargados de tareas, que iban desde perforar y minar
superficies de asteroides, o poner cargas de suministros en órbitas bajas, para
ser recogidas por drones de transporte, y enviados a las faenas mineras en los
enjambres de asteroides.
Nadezhda era hermosa, esbelta y rubia, dueña
de unos ojos azul profundo, el color con el que imaginaba, debía verse el
planeta Tierra desde las pantallas del observatorio.
Parecía una figura de
porcelana, una atleta olímpica de las antiguas glorias deportivas de una madre
Rusia, ubicada en una roca olvidada allá
lejos, tras el cinturón de asteroides y las primeras colonias ya abandonadas.
Era altanera y sensual, con una expresión de seguridad casi invasiva.
Tenía una relación con
Mijail desde hacía casi tres años, si acaso podía llamarse relación a ir y
volver cuando le venía la gana. Aun así, le llamaba cariñosamente “Misha”, por
su diminutivo. Siempre le llamaba de ese modo, ya fuera a diario, en privado o
en el trabajo.
“Nadya” (que así le
llamaba Misha), era una brillante exogeóloga, que gustaba de coleccionar rocas
y minerales, que Misha le traía a escondidas entre los bolsillos de su traje
espacial. Cada piedra era canjeada por un beso, una cena juntos, y quizás
alguna otra cosa que le diera a Misha, una sensación de pertenencia o
aceptación de parte suya. Últimamente las cosas habían ido mal entre ellos.
Nadya se sabía
hermosa, y aunque Misha era joven y apuesto, ella se estaba aburriendo. Ella
era hermosa, pero sólo por fuera. Dejaron de besarse como antes, al punto que
llegaron a abandonarlo casi por completo.
Otra vez como tantas
otras veces, Nadya se iba, volvía y lo dejaba cuando quería. Misha ya no
distinguía el amor del desprecio, y ella nunca había sabido la diferencia. Sólo
existían sus intereses y caprichos.
Misha era sólo un complemento descartable; alguien que sólo empezaba a existir
en la medida que le trajera rocas, y su tiempo de existencia duraba lo que la
atención de Nadya en su regalo.
El rompehielos se
encontraba ya, a la distancia suficiente para enviar un vuelo tripulado, con un
especialista de misión en una sonda de medio alcance; la misión era simple, ir
y perforar en un punto, donde un dron había detectado hielos débiles, con un
espesor ínfimo en comparación al escudo helado de los alrededores. Eran sólo
ciento cuarenta y tres metros que la cortadora de plasma tenía que perforar,
para luego depositar un scanner submarino en aquél abismo de metano y roca; debía
analizar posibles fisuras y cavernas que debilitaran la superficie. Había que
examinar el terreno para saber si se podía establecer una torre de
extracción.
Misha sintió que era el indicado para la
misión, ya que podría traer alguna roca de Titán, y aprovechar la oportunidad
de hablar de matrimonio. Él la amaba mucho, quizá demasiado, aun a sabiendas
que Nadya se amaba a si misma, casi tanto como a su trabajo, y a las malditas
piedras que él le llevaba.
Se presentó como
voluntario junto con otros once especialistas mineros, y aunque inicialmente
iba a ser un equipo de tres personas, se decidió que el operador de la
perforadora iba a pilotar; Un técnico de montajes no era necesario, ya que se
desconocían las condiciones del terreno.
Nadya, con sus
influencias le consiguió el trabajo, y si acaso era esta una señal, no lo
sabía; quizá quería ayudarle, quizá sólo quería otra roca en la repisa sobre la
cama que a veces compartían.
Un día antes del
despegue, como casi cada tarde de las últimas semanas después del trabajo, se
fueron por un café a una de las cubiertas inferiores de estribor, donde podía
verse Saturno y sus tonalidades ocres como en una pantalla de cine, a través de
las doce mil placas de cristal blindado. El café lo tomaban dulce y cargado,
como un romance juvenil; casi podría jurarse que nunca hubo otra cosa más que
amor entre ellos. Misha le toma la mano y Nadya se sonroja, baja la vista y
apura un sorbo de su taza.
-Lo siento, tengo que
irme. Por favor no vayas a mi departamento esta noche.
Misha se bebió su taza
en tres sorbos, uno por cada palabrota que quiso gritar.
-Y me imagino que no
me darás alguna explicación del porqué.
-No tengo la
obligación de darte explicaciones.
Nadya se levantó,
dejando a Misha con sus dudas, la cuenta por pagar y Saturno con sus anillos de
fondo en la ventana.
-Yo, para ella no soy
su amor, apenas soy su “a veces”… y últimamente eso casi nunca.- Se decía Misha
mentalmente.
Al día siguiente todo
estaba dispuesto. Las maquinarias estaban en línea, cargadas y listas para el
despegue. El día de Misha había comenzado varias horas antes, parte por el
insomnio y parte por los exámenes de rutina antes del despegue. Esa mañana,
Nadya era una intrusa en su mente, algo más espesa que un mal sueño escurriendo
en su memoria, mientras se va percatando de la realidad, al tiempo que el
ingeniero le explica el manejo del equipo de perforación.
El fuselaje de la nave
era de formas curvas y suaves, de un blanco impecable, con un leve toque
fosforescente que se dejaba notar bajo las luces de la bahía de lanzamiento.
Tenía el logo de una bandera rusa pintada en el costado izquierdo, y bajo ella
habían cuatro círculos; el primero representaba al sol, y los siguientes a los
primeros tres planetas. La parte baja de la cabina, estaba recubierta de una
loseta negra hecha de carbono reforzado, y bajo esta, había una escritura en
relieve, con su número de identificación y nombre de la colonia de origen.
-Mijail, supongo que
tienes claro tu propósito. Recuerda que tienes un tiempo límite para montar
esta cosa- le decía el ingeniero en un tono que sonaba como una llamada de
atención, mientras señalaba la compuerta de carga situada en la parte posterior,
entre los cuatro motores de la máquina.
-No te preocupes, he
hecho esto varias veces para extraer hierro de los asteroides. No tengo pensado
demorar el día entero.
-Si no hay
inconvenientes, deberías estar de vuelta para la hora de cenar. Sólo son dos
horas de vuelo más tres de perforación; sólo son ciento cuarenta y tres metros,
y esta preciosura corta a casi cinco mil grados Celcius.
Nadya apareció para
despedir a Misha. Él la mira y sonríe. El momento habría sido agradable si ella
no hubiera aparecido así, tan desconectada y distante, con un beso de mentira y
palabras que no eran mejor que el viento helado y tóxico de Titán.
Misha se acercó para
besarla antes de subir, sin embargo, terminó como siempre, buscando amor en la
nada, tirando cariño en un vacío tan hondo, amplio y frio como el mismo espacio
que se disponía a recorrer.
Las balizas cambian su
luz de rojo a un amarillo intermitente, fijas en las paredes marcan el trayecto
desde la lanzadera electromagnética hacía la compuerta. La nave está fija en la
plataforma, mientras esta se extiende fuera de la cubierta del rompehielos para
ser lanzada. Misha revisa sus instrumentos, esperando la luz verde definitiva
para el despegue. Se asegura el casco y su respirador; llevaba aire suficiente
para ir y volver además de raciones de comida.
-Ekskavator a Ledokol
kontrol. ¿Me copia? Solicito luz verde para el despegue, según protocolo de
exominería profunda.
-Copiado. El punto
Delta Juliet presenta una tormenta de nieve de reciente formación. Tendrá que
entrar por Delta Lima a cinco grados norte de la ruta original. Puede haber
pérdida de señal de radio a ratos. Ekskavator, tiene luz verde, repito, tiene
luz verde.
-Roger.
El recuerdo de Nadya
le punza las sienes. Sabía que estaba idealizando una relación, que no era más
que un lento descenso a la locura, pero eso no le importaba. Quería sentir que
podía hacer algo hermoso con ese fragmento de luz de estrellas dentro de su
querida Nadezhda. Iba a dar hasta su último aliento para ver sus ojos azules
abrirse cada mañana en su cama. Después de todo, era como muchas otras veces, y
ella cambiaría su cara cuando llegara con otra roca para la colección. Misha le
llevaría un planeta entero, pedazo a pedazo con tal de seguir sintiendo sus
besos en la espalda.
Poco menos de dos
horas pasaron antes de un descenso exitoso; él se sabía los controles de
memoria, y mientras admiraba el paisaje, buscaba aquel punto donde el hielo era
menos denso.
Había llegado en la
fase lunar que correspondía a la noche, un fenómeno muy pocas veces visto por
los tripulantes de cualquier navío cósmico, y era aún más particular ya que
empezaría a llover. Misha sabía que el metano en Titán sigue un ciclo casi
idéntico al del agua, sin embargo jamás había visto la lluvia.
Minutos después de
posarse, abandona el módulo y despliega la consola portátil de manejo de la
perforadora. La compuerta de carga entre los motores de la nave se abre, y una
plataforma minera, básicamente un cilindro con ruedas, se dirige al punto señalado
en la consola adosada a su antebrazo izquierdo. Todo iba según lo planeado, ya
que el hielo cedía ante el plasma, mientras este dibujaba un círculo perfecto
de diez metros de diámetro con su brazo articulado. Un pulso de energía dado
por la misma máquina tritura el tapón helado, dejando el espacio libre para que
la segunda máquina deposite el submarino.
Misha no había podido
despegarse del lado de aquellas bestias mecánicas, ni siquiera para admirar el
paisaje. La microgravedad lo tenía un poco incómodo, ya que prefería trabajar
con gravedad cero; el viento helado que corría no le afectaba demasiado, le
favorecía el estar rodeado por dunas de tierra y hielo.
La nostalgia le hizo
desplegar un holograma de Nadya, que había tomado una de las raras ocasiones en
las que existía para ella sin rocas de por medio.
No había tenido ocasión
de mirar al suelo en busca de algo que valiera la pena llevar; ni siquiera
había tenido tiempo de comer o cargar gas en los propulsores de la mochila de
su traje. Por más que miraba a su alrededor no veía otra cosa sino hielo y
rocas comunes; si quería algo bueno, tendría que alejarse un poco de la zona de
trabajo. Decidió hacerlo, no sin antes extender un faro de luces de neón desde
el brazo de la perforadora, ya que, de esa manera podría orientarse en aquel
crepúsculo helado.
Las dunas sólo le
dejaban ver hacia el norte de su posición, y debía medirse en cada paso que
daba. Las nubes empezaban a cerrarse al tiempo que ocultaban la visión de
Saturno y las estrellas sobre él, dejando caer las primeras gotas espesas de
metano líquido sobre la superficie.
Sólo la tentación de
una caricia le haría abandonar la seguridad de sus labores, cruzar aquella
línea atravesando un sendero de infierno helado, para volver con un pedazo
mineral, precio de un cariño, un café por la tarde y un beso de buenas noches.
Apagó el holograma y
se dispuso a escudriñar el horizonte con el visor binocular de su casco. Con
esto, a lo lejos descubre unas tonalidades azules.
Misha enciende la
válvula de su mochila, y esta le permite dar un salto de proporciones colosales
hacía adelante y arriba, pudiendo ver mejor de que se trataba su hallazgo. El
color azul correspondía a miles de piedras de cobalto, rocas dispuestas de un
modo tal, que parecían un campo de flores azules, brillando húmedas por la
lluvia tóxica que había empezado a caer desde hacía un rato.
El viento había
desplazado con rapidez aquellas nubes colosales, sin mucha resistencia majestuosidad,
las fue arrastrando mientras jugaba con sus formas. Jamás llegó a ser una lluvia
torrencial, y ahora no era más que una leve llovizna de metano líquido. Las
cosas marchaban mejor que bien.
Misha se devuelve hasta
la sonda y extiende un radio faro luminoso; un globo brillante relleno de helio
y cubierto de una luz que alternaba los colores verde limón y naranja, esto
para resaltar a la distancia, ya fuera entre el polvo estelar o el negro vacío
del espacio.
El faro estaba unido
por un cable de acero a la perforadora. Se elevaba buscando tocar el firmamento,
mientras el viento se hacía notar en el movimiento oscilante del globo.
Calculaba que podría cruzar el terreno con tres saltos, y que todo el proceso
le tomaría como máximo cuarenta minutos.
Saltando evitaría el
terreno peligroso, y tendría una vista general del lugar para trazar una ruta
segura. Esto había sido parte de su entrenamiento básico y lo sabía de memoria.
Se aleja caminando hasta una zona estable mientras se maravilla del paisaje,
podría decirse que aquellas montañas,
habían sido hechas a mano por alguna inteligencia talentosa en el uso del
cincel y martillo.
El paisaje, aunque era
de noche, se veía maravilloso; un tenue crepúsculo era proporcionado por el
planeta dueño de aquella joya de hielo. Fragmentos de los gigantescos anillos
pasaban por sobre su cabeza, flotando majestuosos a miles de kilómetros sobre
Titán.
Se dispone a saltar; primero
arroja una bengala, y cuando el magnesio hubo generado ese pequeño mediodía
artificial, hizo flexión en sus rodillas, abriendo la válvula de salto situada
en su cadera derecha, dando un salto enorme en dirección a las rocas azules,
casi del mismo modo que había saltado hacia los ojos de aquella esbelta muñeca
rusa años atrás.
Fue un salto seguido
de un segundo, sin embargo, fue necesario hasta un cuarto salto. El cielo
comenzaba a cerrarse nuevamente y la consola de su brazo izquierdo le avisaba
que empezaría a llover dentro de poco. Debía apresurarse; tendría que saltar
por quinta vez si quería ir y volver en menos tiempo.
Su cuarto salto le
había hecho quedar casi a doscientos metros del lugar. La idea de Misha era
caminarlos, desgraciadamente, las nubes empezaban a cerrarse, ocultando aquella
segunda vía láctea formada por las rocas de los anillos. Al fin llegó hasta el
campo de minerales, y junto con él, las primeras espesas gotas de metano, esta
vez, la lluvia venía acompañada de nieve.
Sentía frio; ya no
estaba al amparo de las enormes dunas que formaban aquella cuenca donde se
encontraba perforando. El viento le pegaba de lleno pero no importaba. La
sonrisa de Nadya era realmente el tesoro que había ido a buscar, y cruzaría
cualquier lluvia o terreno para conseguirla; después de todo, era el único
futuro que anhelaba.
Aquel lugar era
magnifico, tenía la belleza del abandono y la desolación; habían muchas rocas
de color azul, otras tornasoles, además de grises y pardas. Lo extraordinario
era haber hallado rocas de un azul tan intenso, ya que el cobalto puro tiende a
ser de un color grisáceo, y sin embargo, estas eran de un azul y brillo similar
a una turquesa.
A lo lejos, algo llama
su atención. Era una piedra similar a una gema. Brillante y casi pulida, como
si un artesano de las estrellas la hubiera lapidado a fuerza de las
inclemencias de un mundo perdido, dejándola allí reposando, para ser encontrada
eones después, por una criatura indigna incluso de posar la vista en las
estrellas.
La bengala se había
apagado hacía un par de minutos y Misha se iluminaba con los focos de su traje
espacial, situados en sus hombros y casco. Era él un punto de luz blanca en
medio de una creciente mezcla de lluvia y nieve, que le hacía difícil iluminar
debido a la refracción de la luz en los cristales de hielo.
Por suerte, en ningún
momento había perdido de vista el parpadeante faro. Una alerta de voz corta el
silencio de aquella noche, y le indica que la sonda había sido depositada con
éxito en aquel tesoro de miles de metros cúbicos de líquido tóxico pero
necesario.
La nieve le obstruye
la visión; Misha se la sacude del visor de su casco cuantas veces es necesario.
Con pasos difíciles logra llegar hasta la piedra, la recoge y maravillado la
admira. Era justo como lo que había imaginado llevarle a Nadya. Un regalo hecho
por un artesano estelar, el mismo que había hecho los planetas, las estrellas y
todo el universo.
Levanta la vista
buscando el faro, contento, satisfecho de haber pasado frio y llevar ese
pequeño tesoro mineral, ese que sin duda sería el favorito de su colección. A
treinta y cinco grados de su posición lo divisa. La nevada era copiosa y sentía
frio a pesar de las capas aislantes de su traje.
Cuando se dispone a
trazar la ruta de salto, advierte que de hacerlo desde su punto actual, caería
en una zona de hielos inestables. Podría caer en alguna caverna o fisura en aquellos
hielos eternos, y lo peor, sin ninguna posibilidad de rescate. Las únicas
opciones eran avanzar casi setenta metros, o retroceder en dirección sureste
veinte metros y saltar desde ahí. Misha se decide por lo segundo y se dirige al
punto señalado en su GPS.
Su punto de salto era
sobre una roca de metro y medio de altura, totalmente lisa, aunque cubierta de
nieve. Se asegura que su tesoro está a salvo dentro de un compartimento de su
cinturón de herramientas, y se dispone a saltar cuando una ráfaga de viento lo
hace caer de espaldas.
Burla del destino.
Justo al terminar debía pasar algo. Misha cayó mas de ochenta metros, y aunque
la baja gravedad hizo que prácticamente no sufriera daño alguno, era la altura a
recuperar y el clima lo que realmente le preocupaba.
Podía saltar un máximo
de cincuenta metros de altura, aunque con ese viento, no era seguro saltar ni a
diez. Sus instrumentos le arrojaban señales de alarma a cada instante, y aunque
se vio tentado a hacerlo, desistió de enviar una señal de auxilio a la sonda
para su retransmisión a la nave, ya que, lo más probable sería su expulsión de
los cuerpos de extracción, por hacer mal uso de los instrumentos, y poner en
riesgo una misión abandonando las maquinarias. Además ya había librado de
situaciones parecidas anteriormente, aunque no tan serias.
La única solución era
saltar lo más alto posible y escalar de algún modo; tendría que forzar la válvula,
buscar un punto elevado y lograr un salto de unos sesenta metros, siendo esa la
capacidad máxima de salto, para ese equipo en caso de emergencia; tal maniobra
se usaba en algunos asteroides, en los que, al quedar atrapado, el cosmonauta
liberaba gas mezclado con oxígeno a alta presión, para ponerse en una órbita
baja y ser rescatado por una sonda. La diferencia era que en Titán no hay
gravedad cero, y además caía nieve. Sólo tendría que añadir más oxígeno para
compensar, y en eso no había problema, ya que su tanque almacenaba el suficiente
para diez horas y además reciclaba el aire. Sabía que de asfixia no iba a
morir.
No había una roca lo
suficientemente alta para saltar desde allí y asegurar un par de metros, por lo
que retrocedió y tomó carrera por unos eternos veinte metros, antes de liberar
la presión acumulada en su tanque auxiliar para salto de emergencia. Saltó pero
no logró su propósito; aquel salto terminó con Misha golpeándose contra las
rocas resultando lastimado, cayendo nuevamente aunque esta vez detuvo parte de
la caída con un chorro de gas.
Una línea blanca y
delgada, le cruzaba la esquina superior derecha del cristal de su casco como el
anticipo del desastre. Se había trizado su visor, no sabía si al primer o
segundo impacto con las rocas. La situación había adquirido otro matiz, uno más
oscuro. Debido a los nervios, sentía casi el sopor de una fiebre, esa sensación
de despertar de un mal sueño sin poder distinguir completamente el mundo vigil
del onírico.
La desesperación le
hizo tratar de nuevo; esta vez no haría caso de la nieve y tomaría más impulso.
Sabía que si su cristal se rompía, el viaje habría acabado. Esta vez, la
carrera por su vida había sido de treinta metros.
El salto había sido
mucho más grande que cualquier otro que hubiera intentado antes. Semejaba a
Ícaro, volando a su libertad en dirección al sol, pero era Misha volando hacia
la vida, en dirección al faro.
El majestuoso paisaje
se tornó burlón e insolente, le quitaba oportunidades de sobrevivir a cada
segundo, y sin embargo, consigue un salto enorme. Fue tanta la potencia de la
desesperación, que se pasa de largo en la altura y cae al suelo rodando un par
de metros. La delgada línea blanca de su casco se había hecho mucho más
notoria.
Misha evaluó la
situación; inmerso en aquella ventisca tóxica, no podía darse el tiempo de
trazar una ruta, por lo que tendría que saltar sin más. Revisa su cinturón y la
piedra sigue allí todavía. Siente algo de alivio hasta que se dispone a
presurizar para realizar el siguiente salto.
Con su última caída,
el tubo flexible del gas se había doblado hasta el punto de hacerse un corte. El
tejido de Kevlar de que se encontraba hecho el tubo, se había partido perdiendo
gas rápidamente. Apenas le quedaba lo suficiente para un salto y eso no
bastaba. Un crujido le dibuja una tangente a la línea de fisura en su cristal,
mientras empieza a escapar el aire de su traje presurizado.
El frío empezaba a
colarse por aquel dibujo quebrado en el visor de cristal, se colaba silencioso
y prepotente, junto con el hedor tóxico del helado manto de aquella luna
maldita. No era más que hielo que se colaba dentro del traje, casi como un
preludio de la muerte; sólo era un frio que le abrasaba el cuerpo. Cuanto
hubiera dado Misha para que ese abrazo y ese olor fueran los de Nadya.
La nieve le obstruía
la visión, formando un velo cada vez más semejante a una mortaja. El último salto
fue exitoso. A fuerza de nervios y adrenalina pudo vencer los obstáculos
ambientales, logrando un despegue y descenso casi perfectos, sin embargo, era
el último que podía hacer. Ahora era un cosmonauta naufrago entre la borrasca
de nieve y metano.
Quedaba algo de
kilómetro y medio de caminata entre aquel campo de rocas y dunas semejantes a
tumbas, tenía aire suficiente para un par de horas, y aunque jamás perdió de
vista el faro, esa caminata no tenía otro destino sino el infinito abrazo de un
infierno crepuscular.
No había remedio.
Misha se decidió a caminar en la medida que lo permitieran sus fuerzas, aun
sabiendo que habían grietas más adelante. El frio se colaba agresivo por su
casco, quemándole la nariz y la garganta, volviéndole un poco más torpe a cada
segundo.
Aun con la mirada
triste, llevaba el corazón alegre y resignado mientras se repetía palabras de
ánimo a cada instante.
Con los pasos torpes y
cansados cayó en una grieta, y aunque no era tan profunda, Misha ya no tenía
fuerzas para escalar hasta la superficie. De tanto aferrarse a la vida y al
recuerdo de Nadya, se habían agotado sus brazos y el sueño comenzaba a
vencerlo.
Con la poca motricidad
fina que le quedaba, envió una señal de auxilio desde su consola y desplegó por
última vez el holograma con la imagen de su amada. Si iba a ser este el fin, no
se resignaba a partir sin ver por última vez a la chica de ojos azul cobalto de
Titán.
Una frase tan leve
como un suspiro cortó el silencio, una despedida casi como un lamento brota
trabajosamente de los labios de Misha con su último aliento.
-Dasvidania lyubimaya.
Adiós querida. Una
frase sincera para disfrazar una despedida definitiva.
En aquella helada
grieta de una luna apenas explorada, Misha abrazaba su destino, empujado hasta
Titán por cuatro motores y un amor distópico había hallado su descanso. Su voz
ya no sonaba más humana que el viento que soplaba en esa eterna era de hielo
cósmico.
Tal era el capricho
del destino, después de todo… ¿Quién iba a pensar que el hielo en el corazón de
aquella mujer, le iba a hacer morir congelado?