Se habían encontrado unos
días atrás, mientras iba cada cual en sus asuntos, fue un encuentro casual, casi
tan milagroso como hallar la aguja en el pajar. Habían pasado ya casi veinte
años desde la última vez que se despidieron, devolviéndose anillos y dejando de
lado las razones para convencerse que amar no duele y que todo era posible. Habían
pasado casi veinte años y mucha vida entre ellos, y sin embargo, algo los volvía
a conectar, a pesar de ambos haber aprendido a endurecer el corazón y seguir su
camino. Fueron por un café para charlar y ponerse al día, y entre una taza y
otra, saborearon los años perdidos. Los recuerdos eran dulces y fuertes, unos
sin crema y otros de vainilla.
Ella se
había casado, dejó la universidad, se había divorciado al poco tiempo y vuelto
a casar. Él siguió estudiando medicina, refugiado en un fuerte de libros y
huesos plásticos. Ella no había tenido hijos y él tenía una hija de tres años, con una mujer a la que consideraba el mejor error de su vida.
Ella tenía una pena tan grande que no le cabía dentro y le desbordaba
los ojos sin notarlo. Él se daba cuenta a la perfección de su estado de ánimo,
sabía leerla, se la sabía de memoria aun después de los años, los desengaños y
los amores repartidos en tantos sueños sin cumplirse.
Habían quedado de acuerdo en encontrarse la semana próxima en el mismo
lugar para beber los mismos recuerdos y preguntas. Él le acaricia la mejilla
con suavidad, en dirección a sus húmedas pestañas, y se despide con un tierno
beso en la frente. Ella le pide que no la deje sola. Él pidió lo mismo un día.
Pasaron unos pocos días y él se la había vuelto a encontrar ese viernes
por la tarde. Un encuentro mucho más fortuito que el anterior. La casualidad se
burlaba otra vez de ambos.
Ella ya
no tenía la mirada humedecida de la última vez, a pesar que sus ojos mostraban
signos de haber llorado hacía un par de horas. Al igual que aquella tarde del
encuentro milagroso, ella se veía hermosa, frágil, sus pupilas estaban dilatadas
mirando un sueño perdido en el infinito. Tenía la expresión de aquel
desesperado que ruega la ocurrencia de algo distinto a lo que pasa cada mañana.
Una mirada que decía “la realidad no
importa”.
Él se quedó mirándola, meditando un poco sobre el pasado, sonriendo nostálgico.
Ambos habían sido un fantasma en la mente del otro durante todos esos años
perdidos sin buscarse.
Con el dorso de la mano acarició su mejilla suspirando resignado, ella
se dejaba hacer, blanda, maleable al contacto de la otra piel.
Pasaron
lentos los minutos, como aferrándose de forma desesperada al flujo mismo del tiempo, minutos en que él hablaba, y ella parecía que iba a sonreír en
cualquier momento, como cuando eran jóvenes y él le contaba historias mientras
ella se hacía la dormida.
Él se acerca suavemente y le desabrocha la blusa, pone una mano en su
espalda y le acomoda el pelo sobre los hombros. Por un breve instante creyó
hacerle cosquillas. Ella se deja hacer, no había otra opción. Él se detiene y
la mira, como esperando su aprobación, pasando lentamente sus dedos por su cuello.
Ella no se resiste, claro, no podía ser de otra manera. Él continúa desvistiéndola,
ahora despojándola de sus pantalones. Ella se había sabido mantener a pesar de
los años, seguía hermosa como el boceto de un artista, siempre lo había sido. Él
es ahora el de la vista húmeda.
Él la desnudó por completo y recorrió su cintura con sus dedos,
repasando sus lunares, investigando cuanto había cambiado su cuerpo en todo el
tiempo ausente. Ella no había puesto ningún reparo.
Él tenía un nudo en la
garganta. La besó en la frente como tantas otras veces, como cada vez que se
iba a dormir. Ella lo abandonaba por segunda vez.
Ella, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo.
Ella, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo.
Él saca
una grabadora junto a una caja con su arsenal quirúrgico de un cajón, y su voz
suena algo quebrada.
- Hora del deceso… alrededor de
las 7:00 PM, causa de la muerte, intoxicación
por fármacos.
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