El sol
quemaba fuerte mientras avanzaba irreal allá en lo alto, y en su lento trote
estelar, iba marcando los días de a uno y sin prisas. Día y noche se reducían tan
sólo a mi lamento solitario, al sonido del río, y el caminar lento y juguetón de
los pequeños cangrejos que danzaban a mis pies pellizcando moretones.
Tanto me
había acostumbrado, que ya no había diferencia entre sol y luna. No había diferencia
entre mi cuerpo y la roca.
Llegué una
tarde, casi noche, flotando entre el reflejo de las primeras estrellas en el
agua, y me quedé allí paciente, esperando en la orilla, mientras el agua me lamía
las heridas. Ahora la corriente me lame el alma mientras el sol me reseca el
pelo.
Paciencia -me repito a cada instante- sólo
debo tener paciencia. Es de sentido común pensar que alguien vendrá a buscarme. No puedo hacer otra cosa que esperar, aunque varios días se me hayan ido, contemplando el baile de los cangrejos mordiendo entre mis dedos.
Debo
tener paciencia y esperar que alguien encuentre mi cadáver.
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