LA GLORIA DEL HOMBRE
Brillaba
a lo lejos, reflejando con prepotencia la luz del sol. Era un pequeño mundo de
acero y plástico, en el que habitaban los hijos favoritos de dios. Un edén
eléctrico sin hambre, un hogar hermoso, como el fragmento de una estrella.
Era la
segunda edad dorada del hombre; una edad cósmica que traía nuevos sueños a un
sector casi vacío del universo. Una edad en la que el humano, como lucero
errante sin destino, se mueve imitando las estrellas fugaces de un cielo que ni
siquiera es digno de mirar.
Ese
pequeño paraíso artificial, no podía sino compararse a un olimpo digital, del
que despegaban dioses en carrozas de acero y titanio, primero a moradas
flotantes, colosales y cilíndricas allá en las luminosas manchas del cielo
nocturno, para luego poner rumbo hacia mundos incalculablemente distantes.
Desde la
distancia, un niño pequeño contemplaba aquella cúpula como un segundo sol que
amanecía al mismo tiempo que el real. Llevaba desde la madrugada con su madre, cumpliendo la misma rutina de siempre. Con sus manos sucias, hace sombra en sus
ojos, mientras contempla el despegue de un navío con las primeras luces del
alba.
Era
simplemente hermoso, como un diamante impulsado por una columna de fuego.
Su
madre, quien recogía lo poco útil que podía hallar entre la basura, se acerca y
resignada le dice:
-Mira
hijo. He ahí la gloria del hombre.
Los
hijos favoritos de dios sólo pasean por su cielo, sin asomarse jamás a la
tierra, ni siquiera hoy.
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