LAS COSAS QUE SIEMPRE LLEVO
La veo a
la distancia tirada sobre el pasto, descansando de cara a las nubes con sus
manos extendidas como si quisiera abrazar el cielo.
Yo sólo
soy un mero testigo de su sueño infinito y misterioso, de esos sueños que pasan
tan ligeros y volubles como las mismas nubes que vuelan sobre ella, nubes que de
la nada, van cambiando su forma mientras avanzan en su lento andar celeste, del mismo modo que nuestra
relación había cambiado con el paso de los días que se iban descolgando del
calendario.
Todavía tengo
fresco el recuerdo de como la conocí por casualidad una noche que se acercó a
pedirme fuego. Debo confesar que algunas veces me sentaba en una banca de la
plaza, sólo para poder verla unos minutos, ya que siempre estaba en el mismo lugar, esperando
salvar el día, con un constante echar humo desde su boca color cereza, que
colgaba allí, bajo una hilera grisácea de esa nube que escapaba de su cigarro, y al cabo de dos
o tres días (no lo recuerdo bien, pudieron ser mas), ella se acercó a mí,
alejándose de la nada con pasos coquetos y un cigarrillo sin encender entre los
dedos.
Aunque
yo no era un fumador de todos los días, me había hecho la costumbre de siempre
llevar conmigo una cajetilla de cigarros y un encendedor, esto porque ya estaba
aburrido de las veces que perdí la oportunidad de charla con algunas mujeres
que se acercaban a pedir lumbre. Hasta esa noche, la treta me rendía los frutos
esperados.
Me pidió
fuego. Yo le pedí que me hiciera un precio. Ella sonrió moviendo la cabeza de
lado a lado, y fingimos que ella era una dama y que yo era un caballero. Fue así
que empezamos a salir, mientras nos íbamos dando cuenta que las peores compañías
eran siempre las mejores.
Al cabo
de un par de veces dejó de cobrarme. Para entonces, ya estaba perdiendo el interés, y ella constantemente buscaba amor allí donde sólo había aventura. Una mujer de su tipo no
encajaba en mis planes y lo sabía. No tenía un segundo propósito y si
bien la muchacha era consciente de esto, era como si se quedara ahí parada en la puerta de mi vida.
No quería irse ni dejaba entrar a nadie.
Y hoy,
yo aquí parado junto a mi auto, no hago mas que mirarla y recordar los momentos
que hemos pasado juntos, los buenos y los malos. Saco un cigarro de los que
siempre llevo, y lo enciendo mirando el mismo cielo que ella mira mientras abro
el portamaletas.
Se ve
hermosa, y sin duda es una de las mujeres mas bellas que algún día conocí. Tiene
los brazos abiertos, los ojos cerrados, y una expresión de calma que jamás le vi
antes.
Me acerco hacia donde sueña, despacio pero sin preocuparme de despertarla con el ruido de mis pasos
en la hierba. De hecho, si se hubiera despertado me habría causado una
impresión enorme.
Desde este
día, me hice la costumbre de traer conmigo tres cosas para calmar tres angustias: la timidez me hace llevar un encendedor, que uso
para romper el hielo con mujeres como ella; los nervios me hacen llevar una cajetilla de cigarros para
relajarme, y la pena, me hace cargar en el maletero una pala, para enterrar a las putas muertas.
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