TINTA
Hasta hace unos días, mi vida era
la de siempre, aburrida, ordinaria y sumida en la rutina de mis quehaceres como
médico. Todos los días eran iguales; fluyendo uno tras otro al ritmo de una
apatía atroz, hasta que la monotonía se vio quebrada cuando recibí el llamado
de un amigo de años, y él, en su llamada, me pedía un poco de mi tiempo para consultar
algunas cosas sobre su estado de salud.
Sonaba algo nervioso y angustiado mientras trataba de conectar palabras casi al azar para describirme la
sensación que lo invadía en ese momento. Según me contó en esos breves minutos
a través del teléfono, se sentía algo extraño, eufórico, brillante, como si
estuviera lleno de un fuego millones de veces más grande que el sol.
Me comentaba además de una rara condición
en sus manos, las que, de la nada y sin aviso (o síntomas de alguna enfermedad)
se tornaron negras; habían adquirido una consistencia pegajosa a la vez que
manaban un olor penetrante a corta distancia. Era como si su sangre se hubiera
vuelto oscura de pronto, y aunque no manifestaba dolor ni malestar alguno,
aquel hecho no dejaba de llamarle poderosamente la atención.
Lo preocupante del caso era la
profesión de mi amigo; en esta, sus manos desempeñaban un papel de vital
importancia. Él se dedicaba a la pedagogía en literatura, encontrándose además
en un punto de su carrera donde era reconocido como un escritor de creciente
renombre. A pesar de su singular condición, esta no representaba impedimento
alguno en sus tareas, es más, según me señaló en un llamado posterior, luego del
ennegrecimiento, experimentó una especie de arrebato de inspiración inventiva,
sintiéndose como si pudiera por momentos, tocar con sus oscuros dedos la
esencia misma de la creatividad humana.
Para su mala fortuna, mis deberes
no me permitían partir cuando quisiese; debía cumplir con mis obligaciones
hasta que pudiera hallar alguien que me reemplazara en estas, y cuando pude
hacerlo, habían pasado ya cuatro días. Un viaje de medio día (en un tren tan
incómodo como el viaje mismo), me lleva a la ciudad donde tenía su residencia,
distante un par de cientos de kilómetros de mi modesta casa, que también uso
como consulta privada.
Una tarde fría y nublada me da la
bienvenida, y tal como había imaginado, la demora de mi llegada había consumido
tiempo valioso, aunque, para ser sincero, no creo haber podido ser de mucha
utilidad, ya que, durante los días que estuve allí, no fui capaz de identificar
aquella rara enfermedad que terminó con un desenlace tan extraño, por decirlo
de algún modo.
Cuando llegué hasta su casa,
toqué la puerta con una manilla de bronce que estaba apernada en la gruesa
madera, y luego de tres golpes, un rechinar de bisagras me anuncia su lenta
apertura. Era mi amigo quien me recibía, con una sonrisa casi sobrenatural y la
vista perdida en el vacío que reina más allá de la nada. Fui a estrechar su
mano como dicta la costumbre entre caballeros; extendí mi mano al tiempo que él
ocultaba la suya. Recién ahí fue cuando pude ver con mis propios ojos, como
aquel color se iba apoderando incesantemente de sus manos.
Se disculpó conmigo por su falta
de cortesía, sin embargo, no me incomodó en absoluto. Me invitó a pasar a un
amplio salón y mientras me disponía a tomar asiento, él se pone unos guantes de
cuero color marrón y acerca una botella de whisky junto con dos vasos.
Empezó a contarme todo
nuevamente, básicamente lo mismo que me dijo días atrás en su llamada
telefónica. El fenómeno era el mismo, salvo por un detalle que se había
manifestado dos días antes. Desde sus manos, aquel color había empezado a
gotear levemente en forma de un líquido espeso y oscuro similar a la tinta, y de no ser esto algo
imposible de ver en los seres humanos, en mi calidad de médico, teniendo además
los conocimientos técnicos de la composición de esta, habría jurado que esa era
la sustancia que brotaba de sus manos.
Le pasé entonces una libreta de
hojas blancas que siempre traigo, y le pedí que me demostrara lo señalado; tal
fue mi asombro al ver que mi amigo, sólo con el índice de su mano derecha, y
excelente caligrafía, trazar su firma sobre la hoja, pudiendo además controlar
con precisión el grosor del trazo, tal como si de una pluma se tratase.
No lo hubiera creído sin verlo,
menos aun de sólo haberlo escuchado, sobre todo porque había un libro escrito
por él en esos dos últimos días, libro que (con trazos impecables) fue
plasmado letra por letra, sin usar otra pluma y tintero más que las brindadas
por sus dedos.
Lo leí, y quisiera nunca haberlo
hecho. Bastó verlo una sola vez para saturar mi mente con visiones de lugares
extraños, llenos de edificios gigantescos e invadidos de musgo, calles de
superficies rugosas y ríos de un agua tan negra y espesa como la tinta que,
como una tortura silenciosa teñía sus manos mientras reclamaba más superficie de su cuerpo.
Él nunca presentó dolor, sin
embargo, al cabo de mi tercer día de permanencia en su casa, empezó a
manifestar un grado alarmante de paranoia. Le aconsejé desde su primera llamada
que viera a un dermatólogo u otro especialista; pero luego de haber pasado ese
breve tiempo observándolo, mi opinión había cambiado. Supe, luego de leer aquel
horrible manuscrito, que la medicina convencional no podría salvarle, ni en
cien años, o por lo menos, no podría salvarse por los medios conocidos por los
humanos.
Un párrafo de aquel
libro, me llamó (demasiado, a mi pesar) la atención de un modo similar al sentimiento que despierta una
partida de póker a un jugador sin remedio; en este párrafo se hacía mención a
alguien (si pudiéramos llamar así a eso) que podía responder todas las
preguntas, por más difíciles y extrañas que fueran. El párrafo hablaba sobre
una criatura que, cito: “habla mil lenguas al mismo tiempo” y que “habita a los
pies de aquel que sueña por siempre y sin morir jamás”.
En mi calidad de hombre de
ciencia, sé que no puedo dar crédito a los escritos de un hombre con síntomas
de un desorden mental severo, por más sobrenatural que sea su inspiración u
origen de sus textos; hacer eso sería sepultar mi credibilidad en el fango de
la burla, mas no podía hacer otra cosa, ya que, también los sucesos observados
por mi persona se escapaban a toda lógica, no pudiendo ser clasificados de modo
alguno dentro los parámetros de la razón humana.
Fue en mi quinto día de
permanencia en aquella casa, cuando lo imposible se hizo presente de un modo
casi mágico, como aquel hecho que sirve de preludio a la tragedia. Aquellas manos
habían empezado un gotear mucho más espeso y oscuro, tomando además una consistencia
semejante a la sangre coagulada. Su forma recordaba vagamente a la de una
extremidad humana, adivinándose lo que era por el sólo hecho de estar al final
de su brazo. Ya no se sentía como en los primero días; aquel frenesí creativo
se había marchado, dando lugar a una angustia, sólo merecedora de aquel que
estaba por tocar los límites del conocimiento humano.
La cordura de mi amigo ya no
habitaba las tierras del hombre; su mente danzaba bajo otro sol y otra luna, al
ritmo de un son de flauta tocado por algún dios maligno. Hablaba en su delirio,
sobre aquella ciudad que también pude ver en mis pesadillas luego de leer su
libro; una urbe megalítica mucho más antigua que la primera vida formada en el
planeta.
A pesar de su condición, en esos
días, él había logrado (no sé cómo o con qué ayuda), escribir otro volumen más,
una continuación igual de desagradable a la hora de la lectura, y la cual, del
mismo modo que la anterior, lo atrapaba a uno apelando a una narración obscenamente
fantástica.
El lento goteo desde sus dedos
había cambiado su ritmo a uno más acelerado. Tomé un rollo de gasa e intenté
vendar sus manos, haciendo un vano esfuerzo por detener aquel líquido que
comenzaba a convertirse en pequeños chorros. Fue imposible. Se filtraba a
través de las fibras tiñendo de negro el suelo al caer. Mi viejo amigo, al ver como ante
su situación no podía hacer nada, cayó en un colapso nervioso, manifestado en
una risa mórbida y sin descanso. Le administré una dosis de morfina, la cual,
por fortuna, dio los resultados esperados.
Durante el sexto día, la razón
volvió a habitar su mente. Estaba resignado a lo inevitable, ya que durante la
noche, aquella oscura viscosidad que convirtió sus manos en presa, había
avanzado trepando desde sus brazos para llegar hasta su pecho, marcando cada
vena en su camino y dejando una mancha negra allí donde tenía el corazón.
Sin articular palabra alguna, me entregó
ambos volúmenes escritos con la tinta de sus dedos, para luego encerrarse en su
habitación.
Pasadas unas dos horas, me pidió
que llamara a su abogado y a uno de sus empleados de confianza; esto era para
redactar su última voluntad, en la que me dejaba a mí como heredero de la gran
parte de sus cosas, de las cuales debía hacérseme entrega pasara lo que pasara
con su persona. Luego de esto, el empleado regresó con una multitud de frascos
de vidrio, empaquetados en varias cajas de madera.
Él, sin atender razones, se encerró en su
habitación y desde allí, detrás de la puerta, me dio las gracias por haberme
dado el tiempo de estar con él esos breves días. Me pidió que, de poder
hacerlo, conservara aquellos libros, pero sin mostrarlos a nadie jamás.
De no ser porque guardo en una
repisa las pruebas que dan testimonio de estos sucesos, sería fácil hasta para
el menos formal de los hombres, el tomarme por un loco, o en el mejor de los
casos, por alguien extravagante, en el mal sentido de la palabra. Incluso yo mismo
dudaría de lo vivido si no tuviera los libros o los frascos, ya que, al
amanecer del séptimo día, cuando entré a aquel cuarto, no encontré a nadie.
La cama estaba vacía, el piso
manchado con gotas negras, los libros sobre un escritorio, y habían cientos de
frascos llenos de tinta.
Hoy vivo en aquella casa, y con
el contenido de los frascos, he escrito otros dos tomos más de un contenido tan
horrible que no me atrevo a mencionar.