Su pelo fino, suave y negro como el betún y la
noche, era largo hasta un poco más abajo de los hombros. Su figura, delgada y
no muy alta, descansaba ahora sobre la mesa de acero del servicio médico legal,
inmersa en el letargo último y mágico de su luminosa existencia humana.
Eran ya las primeras horas de la madrugada, y
me aprestaba a sacar el arsenal quirúrgico del cajón a un lado de la mesa. Es
entonces cuando en su pálido rostro, aparece un leve asomo de dulzura; un guiño
travieso de sus ojos fijos en la nada inmensa, y una sonrisa tenue (nada
decorosa), se dibuja en un rosa blanquecino, producto del rigor mortis. De
alguna manera sobrenatural, ella sabía que mi atención estaba puesta en su
cuerpo, y parecía disfrutarlo, del mismo modo en que lo hacía hasta hace un par
de años atrás. Era el último coqueteo que podía hacerme.
No era la primera vez que cosas como estas
ocurrían; en algunas ocasiones, otros cadáveres también presentaban conductas
algo extrañas, nunca desagradables del todo, aunque a veces eran algo
desafiantes.
Pude diferenciar una gran variedad de
expresiones, típicas de edades, de sus vidas, y aunque esto no era un secreto
entre mis colegas, rara vez tocábamos el tema. Todo siempre ocurría de noche,
como si las estrellas cantaran alguna canción desconocida que los hiciera
reaccionar por un momento y la luz de la sala resaltaba sus gestos.
Le tomé las huellas, poniendo tinta con suma
delicadeza en sus dedos para luego estamparlos en unas hojas tan blancas como
su descolorido cuerpo. El flash de mi cámara va haciendo un testimonio gráfico
de un momento tan artístico como terrible, y mientras, sentado a su costado
izquierdo, voy anotando los detalles. No puedo dejar de verla sonreír mientras
sus pupilas tratan de alcanzarme. Le sonreí de vuelta y me acerqué.
— ¿Te acuerdas de mí, de nosotros…?— le pregunto mientras desabrocho su blusa. Ella sólo hace un fino movimiento de
arriba hacia abajo con su vista. Su leve sonrisa tomó un matiz de arrogancia. — Parece que si. — Le digo casi en
tono de reproche.
Ella se había ido con otro justo el día que
nos íbamos a casar. Mi rencor se había esfumado junto con el amor que un día
hubo, aunque no sabría decir cuál de ellos desapareció primero.
Prosigo con su pantalón. Ella no pierde
detalle y el lívido matiz de su rostro pareciera adquirir un tono rojizo débil.
Sus ojos me buscan, intentando hallarme entre la nada y el aire. Desabrocho el
botón, abro el cierre y tiro hacia abajo. Su vista ahora me elude casi
avergonzada.
Sólo tenía puesta su ropa interior. Un
conjunto verde con negro que resaltaba en el blanco de su figura mientras
encendía mis recuerdos de hace tiempo, esos que estaban tan muertos como ella.
Le acomodé el pelo sobre los hombros y disparé
sin piedad la cámara sobre su cuerpo otra vez. Se veía hermosa. Tan vulnerable
y fría como en vida.
Mi dedo índice conecta suavemente mi mano
derecha con el nacimiento de su pecho, deslizándose suave hasta dibujar
círculos alrededor de su ombligo. Un leve temblor de su desvaído cuerpo me hace
mirarla a los ojos. Percibí una sonrisa picante, casi indecente y le sonreí de
vuelta meneando mi cabeza mientras una jeringa entraba lenta y firme en su
brazo izquierdo en busca de una muestra de sangre.
Terminé de desvestirla sin mucho arte, admirándola
como quien aprecia la belleza de una flor marchita. Como quien se fascina con
el esplendor de una ruina.
Ella, sin vida, desnuda y vulnerable como
nunca antes, pone en su cara un gesto de hastío mientras examino toda la
extensión de su cuerpo en busca de moretones. Hago de ella lo que quiero y ella
se sabe reducida a ser una más de tantas con las que he hecho lo mismo.
Su vista trata de eludirme mientras tomo las últimas
fotos, ya sin ningún pudor ni respeto. Por una vez en mi vida la traté como lo
hizo conmigo.
— Te apuesto que nunca pensaste que ibas a
pasar por esto, creíste que jamás me ibas a volver a ver — sonrío un poco mientras recuerdo como me hacía promesa tras promesa, que si la
casa y los niños, que había que poner una reja blanca por el perro. Hasta me
hizo pensar en un nombre para el niño horas antes de irse con otro. Ella nunca
supo querer a nadie y era gracioso que ahora me hiciera gracia.
Vuelvo a acomodarle el pelo, siempre lo hacía.
El brillo de sus ojos me busca y sus labios se mueven un poco, como si quisiera
decir algo.
Hago el primer corte en su pecho, empezando
desde su hombro mientras ella observa entre nerviosa y divertida. Sus labios
tiritan al compás de la luz de los tubos fluorescentes. El bisturí se desliza
suave y su movimiento es sustituto de la última caricia que quizá le debía. Me detengo
en su hueso púbico y un segundo corte completa la incisión en forma de “Y”. Ella
sólo me mira fijo y sus labios hacen el empeño de curvarse en una sonrisa. Una extraña
sonrisa.
Abro la piel con ayuda de un costótomo y
examino sus órganos. Ella no deja de mirar. Me dispongo a tomar nota de cualquier
anormalidad y es entonces cuando veo un detalle, ese detalle que encajaba
perfecto para cerrar todo el asunto. Encendí la grabadora.
— La paciente presenta cardiostenosis, un caso claro a simple vista. Me dispongo
a retirar su corazón para estudio.
Su expresión
había cambiado a una mueca de burla y desdén. Ni siquiera después de muerta
había mejorado su conducta; desde siempre vagaba entre lo tierno y la burla
malintencionada.
Después de esto, no me extrañaba que no
supiera querer. Su corazón era anormalmente pequeño.