A UN
MILÍMETRO DEL SUELO
Se
conocieron jóvenes, y así tan frágiles e infinitos como sólo ellos dos podían
ser, fueron escribiendo en roca la historia de un amor inexperto, incandescente
a ratos, y a otros tantos casi sobrenatural.
Y así,
casi colgados de un sueño imposible, caminaban de la mano en un estado tal, que
parecían flotar inmunes a la razón y sus vicios. Inmensos de sonrisa y noches
de luna, ellos eran el lugar donde ocurría el milagro en el que la noche cruzaba
el mundo despacio y en puntillas.
Varios años pasaron entre paseos de la mano, recorriendo a un milímetro del
suelo esos mundos que inventan los enamorados, hasta que el sufrimiento se les
hizo parte de la vida, a un punto tal, que pensaron que la vida no era más que
sufrimiento.
Dejaron
de verse por años, muchos años. Dejaron de verse y nunca de sentirse.
Ella
empezó a esperarle nuevamente. Él acudió tarde a la cita. Un reencuentro con
sabor a nostalgia.
Una vez
más caminaban de la mano, recorriendo sin rumbo calles nuevas, flotando
silenciosos y brillando como luceros andantes, siempre a un milímetro del
suelo. El viejo amor que los hizo esperarse por todos esos años que pasaron lentos
y pesados, no había perdido la fuerza que los hacía caminar sobre el aire; es
más, ahora era cuando obraba realmente el milagro… y esta noche, tal como la
anterior, partían cada uno al encuentro del otro, para encontrarse y fundirse en
un abrazo de una ternura casi cósmica.
La noche
avanza lenta, y segundo a segundo se escapa del reloj de la entrada. Ellos se
besan bajo cada árbol, y las pocas personas que les han visto, les miran incrédulas.
El sol
empieza a asomar, rasgando el telón de la noche, apagando las estrellas y desvaneciéndolos
de un mundo en el que ya no existen. El alba les avisa que es hora de volver
cada uno a su tumba, que ya habrá tiempo en la próxima noche para amarse y
recorrer los años que vengan, de la mano y a un milímetro del suelo, flotando
como flotan las ánimas.