EL MAR
Salí con
mi hija a pescar como siempre, y de paso aprovechaba para estrechar con ella aquellos lazos
que durarían toda la vida. Eran tiempos duros para el hombre en general, y más
aun para quienes vivimos en el exterior. No importa. No necesito paraísos de plástico
ni burbujas etéreas. No necesito ir a las estrellas para ver la belleza de una
tierra en ruinas. Tengo a mi hija, mi mujer y me basta.
Esa tarde
íbamos en nuestro bote. Uno pequeño, pero que jamás me había fallado en
asegurar el pescado, que cambiaba por otras cosas con los pocos vecinos que
había cerca. La humanidad en cada viaje a las estrellas perdía su humanidad.
El mar había avanzado bastante, cubriendo
buena parte del mundo habitado. Los polos se habían derretido entre caricias
atómicas y susurros de cañones, dejando algunas angustias vivas y otras medio
carbonizadas entre la chatarra, que cantaba el testimonio de que alguna vez el
hombre fue el enemigo imaginario del hombre.
Llevábamos
varios peces ya, suficientes para un par de días, cuando mi pequeña me pide una
manzana. Dejo mi caña y saco mi cuchillo para pelarla, cuando una pregunta tan
simple y pequeña brota hermosa de su boca.
-¿Papá, qué es dios? La vecina siempre me dice
que dios me cuida.
No supe
que decir. Hacía mucho que había dejado de creer en dios y mucho más que dios
ya no creía en mí.
-Dios es quien nos da y quita…
-¿y dónde está?
-En todas partes.
Le doy
la manzana. La termina y me dice tan segura:
-Yo creo que dios es el mar.
Me
sonreí. No sé, hija mía, si lo tuyo es inocencia o sabiduría pura, pues tus
palabras a los cinco años guardan mas cordura que 3500 años de ciencia.
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