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sábado, 10 de septiembre de 2016

CINCO MINUTOS



CINCO MINUTOS

Resultado de imagen para madre e hijo recien nacido


 Lentamente avanzaba, moviéndose casi como humo entre las sillas opacas y la poca gente que se encontraba trabajando a esa hora en el lugar. Con pasos descalzos y firmes que iban haciendo un eco helado por la blanca cerámica del piso, un “cloc-cloc” seguido de otro, iba la muerte paseando por los pasillos del hospital rumbo al pabellón de recién nacidos, al ritmo de unas pisadas dueñas del sonido típico de un chocar de huesos, atendiendo a su tarea luctuosa con cruel eficiencia y sin distinción alguna.

 Es entonces cuando llega hasta el blanco dintel del pabellón, donde una joven madre se encuentra en labor de parto. Afuera de la sala, el nerviosismo del ir y venir de enfermeras preocupadas, le anticipaba que esta no sería una de las veces en las que se iría con sus huesudas manos vacías. Y entonces, envuelto en su harapienta mortaja negra, se queda parado en un rincón mientras que  va dibujando (si es que se puede llamar así a esa mueca) algo similar a una sonrisa en la blanca calavera que se mueve suavemente sobre sus hombros.

 El breve llanto de aquel bebé recién nacido da la señal de la partida. Una madre empieza a llorar al tiempo que el doctor llama con un grito al padre de la criatura. El esqueleto entra con su cascabeleo óseo, y paso a paso se acerca a la cama. Sin apuro. Sin demora. 

 Unos ojos llorosos color café claro, derraman sobre el bebé la más hermosa alegría triste mientras sus brazos forman una cuna por última vez. La muerte casi podría jurar, por cada uno de sus gastados huesos, que aquella mujer adivinó su presencia en aquel lugar.

Dame cinco minutos… sólo cinco minutos más… por favor…

 La muerte asintió con la cabeza de un modo suave, paternal y triste. Sólo eran cinco minutos, cinco y nada más.

 Un hombre entra al pabellón y la abraza. La besa a ella y al bebé durante cinco minutos exactos.

 Fue entonces que el ciclo de la vida se ajustó a su horario natural, mientras que, por debajo del raído sudario, una mano blanca y desafortunada, se alarga hasta la cama y coge lo que es suyo.


 Esa noche, la muerte salía del pabellón, con pasos suaves y una joven madre bajo su abrigo, mientras un doctor y dos enfermeras intentaban lo imposible por lograr lo contrario. 





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