CINCO MINUTOS
Lentamente avanzaba, moviéndose casi como humo
entre las sillas opacas y la poca gente que se encontraba trabajando a esa hora
en el lugar. Con pasos descalzos y firmes que iban haciendo un eco helado por la
blanca cerámica del piso, un “cloc-cloc” seguido de otro, iba la muerte paseando
por los pasillos del hospital rumbo al pabellón de recién nacidos, al ritmo de
unas pisadas dueñas del sonido típico de un chocar de huesos, atendiendo a su
tarea luctuosa con cruel eficiencia y sin distinción alguna.
Es entonces cuando llega hasta el blanco
dintel del pabellón, donde una joven madre se encuentra en labor de parto.
Afuera de la sala, el nerviosismo del ir y venir de enfermeras preocupadas, le
anticipaba que esta no sería una de las veces en las que se iría con sus
huesudas manos vacías. Y entonces, envuelto en su harapienta mortaja negra, se
queda parado en un rincón mientras que va dibujando (si es que se puede llamar así a
esa mueca) algo similar a una sonrisa en la blanca calavera que se mueve
suavemente sobre sus hombros.
El breve llanto de aquel bebé recién nacido da
la señal de la partida. Una madre empieza a llorar al tiempo que el doctor
llama con un grito al padre de la criatura. El esqueleto entra con su
cascabeleo óseo, y paso a paso se acerca a la cama. Sin apuro. Sin demora.
Unos ojos llorosos color café claro, derraman
sobre el bebé la más hermosa alegría triste mientras sus brazos forman una cuna
por última vez. La muerte casi podría jurar, por cada uno de sus gastados
huesos, que aquella mujer adivinó su presencia en aquel lugar.
— Dame cinco minutos… sólo cinco minutos
más… por favor…
La muerte asintió con la cabeza de un modo
suave, paternal y triste. Sólo eran cinco minutos, cinco y nada más.
Un hombre entra al pabellón y la abraza. La
besa a ella y al bebé durante cinco minutos exactos.
Fue entonces que el ciclo de la vida se ajustó
a su horario natural, mientras que, por debajo del raído sudario, una mano
blanca y desafortunada, se alarga hasta la cama y coge lo que es suyo.
Esa noche, la muerte salía del pabellón, con
pasos suaves y una joven madre bajo su abrigo, mientras un doctor y dos
enfermeras intentaban lo imposible por lograr lo contrario.
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