LA GLORIA DE DIOS
Flotaba
entre las nubes como un espejismo, oníricamente distante y soberbia sobre la tierra, aquella
colmena de edificios blancos como el alabastro, con rostros humanos tallados en
sus costados, que miraban con falsa piedad el mundo bajo sus ojos. Era un cielo
dentro de otro cielo, poblado por ángeles mecánicos y serafines humanos de
cabellos claros.
En
aquella isla perdida en el mar del cielo, cantaban canciones en idioma binario aquellas almas electrónicas encargadas de velar el cumplimiento de las leyes en
la superficie. Un paraíso errante en el cielo, viajando sobre nubes de acero,
flotando brillante a la diestra del sol.
En esa
utopía, resaltaba una figura en los pasillos de la séptima cubierta. Iba de
camino a su oficina, con pasos firmes y lentos, tarde como era costumbre, pero
sin importarle. Claro, era la ventaja del ser el gerente, director y dueño de
todo cuanto había, desde la cafetera hasta las lujosas estatuas del despacho.
Era este
prodigio volador, la empresa más ambiciosa del hombre, la más grande, la puerta
hacia la llamada segunda edad de oro. Una ciudad fábrica, una planta refinadora
de oxígeno totalmente autosustentable, cuyos procesos estaban controlados por
inteligencia artificial y supervisados por clones de aspecto andrógino.
Además
de autosustentarse, debía administrar todos los recursos existentes de un
planeta Tierra arruinado, además de velar por el sustento y comercio de las ciudades domo,
aquellos diamantes semienterrados, semejantes a pequeños jardines del Edén, eran
los principales compradores de toneladas y toneladas cúbicas de oxígeno, necesario para poder enviar sus navíos al infinito y mantener sus granjas de
hidroponía.
No le
importaban gran cosa sus clientes; de hecho, los consideraba no más que despojos,
juguetes de su capricho en el mejor de los casos, sólo por una cuestión de
orgullo y nada más que orgullo.
Había
algo particular en su situación, una pequeña contradicción casi como un chiste
cruel. Aquellos que despreciaba por el sólo hecho de estar abajo, habían sido
los que le habían elevado sobre las nubes. Lo sabía y no le importaba. Sonreía
ocultando el veneno tras una mueca cordial mientras ignoraba los pedidos. De todas maneras era el
único que vendía la solución a los problemas del mundo.
Estaba
solo, flotando mezquino en un palacio impecable, en esa unión cósmica entre el vacío de
su alma y el profundo azul del cielo, sonriendo con un desprecio infinito como el
espacio.
Era un
hombre maldito, un gerente brillante. Un megalómano en toda regla, un dios de
medio pelo que, regocijándose en una miserable cuota de poder, en un paraíso
metálico y brillante, mira con desdén infinito a la humanidad entera.
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